El Pueblo de los Gatos - Cuento de Haruki Murakami, escrito y narrado.

«El Pueblo de los Gatos» uno de los mejores cuentos del gran autor japonés y candidato al Nobel de literatura, Haruki Murakami.

El Pueblo de los Gatos.
Había llegado a un pueblo desolado. Había decidido bajarme en una estación en la que todos los días el tren se detenía, pero nadie subía ni bajaba, sin embargo el tren completaba la misma rutina diariamente sin falta. ¿Porque decidí bajar? Hasta el momento no había podido encontrar una razón lógica, simplemente me apeé del tren, levante la vista, cruce el puente de piedra, y tire los dados de mi destino. 

Descubrí con asombro que por las noches el pueblo se llenaba de vida, aunque quizás sea más preciso decir que el mismo pueblo cobraba vida, y de la índole más sorprendente. El pueblo comenzaba llenarse de gatos a medida que anochecía. Claro que la primera vez que los vi sentarse en mesas y hablar entre ellos me sorprendí bastante. Calculé que solo existían dos posibles explicaciones para aquello: Me volví loco o me volví loco. 

Así las cosas, decidí que por lo menos trataría de entender aquel mundo misterioso, del que no podía escapar. Aquel mundo en el que un puente de piedra creaba un vínculo entre este mundo y el mío, mi mundo al cual no podía regresar. En el Pueblo había una calle principal, esta calle conectaba dos puentes de piedra, al pasar por uno aparecías irremediablemente en el otro. Ni siquiera podía describir que pasaba, era como si hubiera olvidado el camino por el que llegaba. Tendría que quedarme en aquel lugar.

En mi tercer día en el pueblo de los gatos, encontré un bello arroyuelo detrás de la iglesia. Solamente me tuve que alejar unos 30 pasos del camino principal, llevaba poca agua y la débil corriente hacía que se formaran arrugas que la hacían parecer seda, me sorprendió que no hubiera escuchado el correr del agua en los dos días anteriores. No le di mucha importancia y me senté a contemplar como las hojas amarillentas navegaba impasibles entre las rocas, quizás si ponía atención el arroyo quisiera contarme algo, tal vez se sentía igual de solo que yo, y juntos nos podríamos hacer compañía.

Me pase toda la tarde meditando en la forma en la que los gatos se relacionan unos con otros. Además de socializar y convivir con otros gatos, había a los que les gustaba beber, a otros les gustaba cortejar a gatas de todas las clases habidas y por haber. Por el contrario había algunos gatos a los que les gustaba sentarse en algún restaurante, quedarse allí solos durante un buen rato, abstraídos en sus pensamientos, parecía que reflexionaban acerca de cómo había salido su día.

Una corriente de aire frio me hizo darme cuenta de que había comenzado a anochecer, me puse de pie de un salto y me apresure a llegar al campanario. Aunque ya estaba comprobado que los gatos no me podían ver, solo olfatearme, no quería abusar de mi suerte y meterme en algún problema. Puse mi saco en el piso para recostarme sobre él, me recargue sobre mi hombro derecho en una de las paredes, que todavía guardaba un poco de calor del día. Mientras me acomodaba en una esquina del campanario, comencé a notar que algunos gatos ya deambulaban por la calles y se alistaban en sus lugares respectivos, preparaban tartas, limpiaban mesas, sacaban algunos pescados del tamaño de un meñique y los servían en pequeños cuencos de cristal. En el puente de piedra los gatos empezaban a llegar de par en par, se erguían en sus patas traseras, y se sacudían las patas delanteras, también se relamían las almohadillas para quitarse el polvo del camino, mientras se enteraban de los pormenores de sus colegas.

Esa noche el clima era agradable, una brisa traía consigo el olor a especias y cerveza de la taberna que estaba frente al campanario. Ya me había pasado por la mente ir a aquella taberna y robar un poco de cerveza. Inexplicablemente cuando visitaba la taberna por las mañanas, cuando los gatos se hubiesen ido, solo encontraba agua y algunos mendrugos de pan. Me las apañaba bastante bien con eso, pero hubiera agradecido infinitamente aunque fuera uno de aquellos pequeñitos tarros de cerveza que los gatos bebían mientras devoraban pescado condimentado y pan con mantequilla. Más de una vez me descubrí con la boca hecha agua mientras observaba como uno de esos gatos devoraba su plato, sin dejar en él restos de comida, tan solo aquello que quedaba en su bigote, que relamía mientras hacia un gesto de aprobación. 

Uno de entre todos los gatos resaltaba por su tamaño, lo llamaban Don. Un gato gris azulado del tamaño de un mapache. Tenía numerosas cicatrices en el rostro, una de ellas le surcaba el ojo izquierdo de por debajo de la oreja hasta el hocico, ese ojo era blanco como la leche, y el ojo derecho era dorado como la miel. Ambas orejas tenían pequeños hoyuelos y a una le faltaba la punta. Era casi el doble de grande que los demás gatos, sin dudas era el gato más grande que yo hubiera visto jamás. A pesar de su apariencia tenía una personalidad muy afable, siempre estaba rodeado de otros gatos, escuchaba con atención historias que los demás gatos contaban, desternillándose de la risa salpicando cerveza por todas partes y dándoles palmadas en el lomo a sus amigos gatos.

Esa noche me decidí a bajar del campanario y escuchar la charla en la mesa de Don, sentía una enorme curiosidad por saber de qué podrían hablar los gatos tan animadamente con Don. Probablemente hablaran de sus problemas cotidianos de como llevaban sus vidas con sus amos en sus hogares que se encontraban fuera del pueblo de los gatos, más allá del puente de piedra.

Baje por las empinadas escaleras del campanario lentamente. Por más que trataba de acostumbrarme a esas condenadas escaleras no dejaba de sentir vértigo, bajaba a tientas asegurando cada paso, cada escalón. Al llegar al final asome la cabeza a la calle principal, que dividía el pueblo por la mitad, y desde ese lugar podía ver todo el camino hasta el puente de piedra, a unos cuantos metros de donde me encontraba había un gato a un lado del camino, tenía un pequeño asador con carbón al rojo vivo, y en el asaba algunas truchas atravesadas en varillas, me quede largo rato viendo aquellas truchas que parecían devolverme la mirada, su piel crujiente chisporroteaba haciéndome una invitación, y mientras el gato avivaba el carbón con un abanico llagaba a mí el olor a trucha asada, me cuestione un largo rato si debía intentar robar uno de aquellos delicioso pescados, pero al final me resigne y me dirigí a la taberna.

Aunque al principio me costó un poco de trabajo escabullirme entre dos gatos que iba saliendo de la taberna, no tarde en encontrar una mesa en el fondo del lugar, estaba a dos mesas de donde se encontraba Don acompañado de dos gatos medianos, uno blanco con manchas de color pardo y otro negro que parecía estar bastante ebrio. En medio de aquellos gatos se encontraba una pequeña gata de pelaje rayado, la base era gris y el rayado era de un tono café obscuro. Desde donde me encontraba no alcanzaba a escuchar la conversación. El gato negro miraba a la gata con un gesto de desaprobación, intercambiaba su atención entre ella y Don mientras se desarrollaba la conversación. 

No se describir exactamente qué es lo que atraía mi atención en esa gata pequeña que hablaba con Don, tal vez lo indefensa que se veía frente a ese gran gato panzón, pero sentía simpatía por ella. Me estaba debatiendo entre acercarme a su mesa, decidí intentarlo. Me estaba incorporando cuando sentí que la mirada de la gata se cernía sobre mí. De repente me di cuenta, no solo estaba mirando en mi dirección, me observaba directamente, tenía una mirada penetrante, sentía como si estuviera viendo mi alma desnuda. En medio de todo aquel ajetreo me sentí desconcertado, me quede petrificado, en esa posición a medio levantar del asiento. La gata regreso su atención hacia Don, que en ese momento estaba zampándose un pescado del tamaño de la palma de mi mano. 

Ya de regreso en el campanario pase el resto de la noche reflexionado en los eventos que acababan de ocurrir en el bar. Después de que la gata me quitara la mirada de encima, recupere mi posición en la mesa sin saber qué hacer, definitivamente no me sentía cómodo. Tenía un desasosiego carente de lógica. Decidí salir de aquel bar y en mi camino tropecé con un gato que llevaba una bandeja con cervezas, que termino en el suelo todo empapado, me sentí mal por el al salir en medio de las risotadas que retumbaban en todo el bar, pero ni siquiera quería voltear, y de hecho, me detuve hasta llegar al campanario. Tuve que sacar la cabeza un par de veces y asegurarme que nadie salía del bar, y hasta entonces pude sacar todo el aire que había acumulado en mis pulmones. Me costó un poco conciliar el sueño, no podía dejar de pensar en los ojos de aquella gata, pero al final caí en los brazos de Morfeo. Y así, en medio de turbaciones y cuestiones a las que no pude encontrar respuestas, paso mi tercer día en el pueblo de los gatos.


Video sacado del canal de YouTube: Paco Literatura.

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